CONTACTO
¿Cuándo sabe uno (a ciencia cierta) que ha llegado la hora de abandonar al maestro? Si el maestro es sabio (y esto no ocurre muy a menudo), deseará en el fondo de su alma la hora de nuestra marcha. “¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! –escribe Nietzsche en Ecce Hommo-, ¡también vosotros os vais ahora solos! Así lo quiero yo”. Pero, llegado este momento, también podemos preguntar adónde diablos se marcha el maestro y qué vamos a hacer nosotros, insignificantes, a partir de ahora. ¿Sabremos hacer las cosas como esperan aquellos que nos han conocido en los tiempos difíciles? Nietzsche, por si acaso, nos facilita esta interesante pista: “Vosotros me veneráis: pero ¿qué ocurriría si un día vuestra veneración se derrumba? ¡Cuidad de que no os aplaste una estatua!”
Algunas consideraciones sirven de base, ahora, para la comprensión de la nueva arquitectura. Cuando Albert Einstein señala que, a pesar de ser primitiva e infantil, toda nuestra ciencia, contrastada con la realidad, es lo más preciado que poseemos, está desarrollando un ejercicio de sinceridad y generosidad que no podemos esquivar ni dar por clausurado. Aquellos que piensan que nunca es tarde (si además, como se preveía, la dicha es buena), pueden y deben estar en lo cierto.
Harto de golpear, sin éxito, contra la jaula de hierro del lenguaje, uno busca los estímulos en las zonas más inesperadas. Por lo demás, tampoco hay de qué sorprenderse. En Tractatus Logico-Philosophicus (6.5) escribe Wittgenstein: “Respecto a una respuesta que no puede expresarse, tampoco cabe la pregunta. El enigma no existe”. Es decir, ni Wittgenstein se engaña a sí mismo, ni intenta engañar a nadie. Toda su mística es la mística de un hombre decente que, como muchos hombres antes que él, sueñan con ver en la oscuridad lo que no puede verse (porque ni siquiera puede ser preguntado, ni por tanto respondido). No cómo sea el mundo es lo místico –escribe Wittgenstein-, sino que sea, pero ¡ojo! El misterio no termina allí donde la ciencia juega a desvelar cómo es el mundo sino que, como bien señala Einstein, el hecho de que el mundo sea comprensible es el más incomprensible de todos nuestros conocimientos. ¿Por qué tendríamos entonces que dejar de hacer preguntas (las mismas preguntas, todas las preguntas), aunque tengamos sobre la mesa los relatos de la teoría de la relatividad o las versiones de la mecánica cuántica?
Por cierto, en Mundo Natural, de la escritora británica Justina Robson, he encontrado una descripción del explorador que creo puede responder a alguna de las preguntas que me hacía al principio. En la novela de Robson, Lonestar Isol, miembro de la especie de los Viajeros (en la clase de las nuevas subespecies humanas creadas por la manipulación genética y la nanotecnología), está a punto de morir “cumpliendo el objetivo de su misión y el sueño de su vida en un solo movimiento”. Una terrible explosión de materia orgánica compleja la agujerea sin compasión. Aquello, sin duda, no es un incidente de cometas y rocas, aunque entre los restos de la carbonización (de la herencia) un fragmento de tecnología convertido en un montón de escoria está a punto de quitarle la vida: “De este modo, Isol consigue el objetivo fundamental y tradicional de todo explorador, el contacto, y al hacerlo es asesinada accidentalmente por un nativo que lleva muerto mucho tiempo, antes de que se puedan hacer las presentaciones”. Isol, a menudo, piensa en sí misma en tercera persona: una forma más de considerar su insignificancia.
Analogía. A esto mismo me refería antes. El maestro lleva muchísimo tiempo muerto, incluso ahora también está muerto, y ni siquiera ha dado tiempo de hacer las presentaciones. El maestro, mi maestro, explotó hace muchos, muchísimos años, y sufrió además una expansión tan violenta como todas las posibilidades de la violencia. El sabor extraño a quemado, en nuestras lenguas, es el ejemplo claro de la carbonización, de la herencia. Cada uno de sus fragmentos ha forjado nuestro destino alimentando con sus enseñanzas cada una de nuestras ilusiones. Pero también, como en el caso de Isol, esa fuerza puede acabar con nosotros agujerando sin piedad el corazón de nuestro organismo. ¿Queda claro ahora el motivo justificado de la marcha, la razón que acecha en la oscuridad, la mano alargada del riesgo? Friedrich Nietzsche, un gran maestro (aunque no el único), supo ver a tiempo el destino inevitable de sus alumnos: “Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo. ¿Y por qué no vais a deshojar vosotros mi corona?”
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